En este sentido, me gustaría citar una frase de Konrad Lorenz, uno de los padres de la moderna etología, que comparto plenamente y que ejemplifica con claridad la unidad de razón y afecto que describe Giussani. Según Lorenz, “es un desatino decir que la investigación positiva, la ciencia, el conocimiento de las relaciones naturales, menguan el placer que procuran las maravillas de la naturaleza. Al contrario, el hombre se siente conmovido por la realidad viva de la naturaleza, y tanto más profundamente cuanto mayores son sus conocimientos sobre ella. No existe ningún buen biólogo, cuyos trabajos se hayan visto coronados por el éxito, que no haya sido llevado hacia su profesión por aquel placer interior que deriva de contemplar las bellezas de las criaturas vivas, y que al mismo tiempo no sienta aumentar su placer en la naturaleza y en el trabajo, a medida que se amplían sus conocimientos profesionales”. Coincido totalmente con Lorenz, hasta el punto de que no sabría expresarlo mejor. De hecho, yo me considero un auténtico privilegiado, porque estudio la ecología y evolución de los vertebrados (¡y a quién cuando era niño no le gustaban, como a mí, los animales!), lo que me ha permitido hacer todo un recorrido desde la satisfacción que proporciona la observación atenta y apasionada de la naturaleza, pues he visto en el campo cosas preciosas, hasta la elegancia y racionalidad del orden subyacente, pues he disfrutado tratando de esclarecer los motivos que hacen de las montañas mediterráneas auténticas joyas de la naturaleza, en las que funcionan procesos ecológicos sin parangón en otras latitudes. Es este vínculo afectivo el que justifica y hace razonable el trabajo requerido cuando el estudio es árido o las cosas no salen como uno quiere, es decir, cuando entra en juego la moralidad, que exige, como dice también Giussani, anteponer la verdad del objeto a las propias opiniones, conveniencias o prejuicios.
Por otra parte, debo también constatar que, en total consonancia con la perspectiva de que mi razón se mueve buscando satisfacer mis exigencias de felicidad, verdad, unidad y justicia, una de las primeras cosas que compruebo es que una carrera profesional relativamente exitosa no es suficiente para mí. Así, aunque me quede mucho por hacer, no me ha ido mal: soy profesor titular en la Complutense en un área de conocimiento en la que apenas salen plazas (sólo 3 en los últimos 20 años), tengo un buen equipo de investigación, consigo proyectos e interacciono con otros científicos, especialmente del CSIC, más que muchos de mis compañeros. Sin embargo, todo esto no me basta, no satisface las exigencias a las que antes aludía. Si no tuviera nada más -o, mejor dicho, cuando pienso y funciono como si no tuviera nada más- me siento como enjaulado en una medida que no es la mía. Yo necesito un horizonte más amplio, un horizonte atento a los nexos entre los particulares que estudio y la pregunta por el sentido de todo que es, según la definición de Giussani, la pregunta religiosa, el interrogante del sentido religioso.
Para este trabajo de ensanchar la razón, las premisas del libro proporcionan una indicación valiosísima, relativa a la diversidad de procedimientos con que afrontar la realidad para alcanzar certeza acerca de ella. Me parece evidente que, como subraya la segunda premisa, es más correspondiente un concepto de razón que me permita relacionarme con toda la realidad -es, de hecho, el que habitualmente utilizamos todos, científicos y no científicos- que otro que, asumiendo sin más la reducción cientificista, reduzca lo cognoscible a lo que puede ser demostrado matemáticamente o comprobado diseñando experimentos. Desde un punto de vista práctico, por ejemplo, el énfasis de Giussani en la diversidad de procedimientos de la razón me ha resultado muy útil a la hora de hacerme mi propia idea acerca de la evolución, el tema más apasionante de todos para un biólogo. Trataré de esbozar mis puntos de vista, como ejemplo de aplicación de los planteamientos metodológicos de Giussani a mi disciplina particular.
En primer lugar, la atención a la riqueza de factores implicados me ha servido para mantener una posición abierta y plural respecto a la importancia que tiene la selección natural frente a otros tipos de procesos que también contribuyen a explicar la diversidad y organización de los seres vivos. Así, hay que admitir que la selección opera sobre variaciones heredables generadas al azar, no en un sentido metafísico sino en el de que esas variaciones no están relacionadas con las exigencias que el ambiente impone a los organismos ni son causadas por esas exigencias. También hay que admitir que la selección es capaz de explicar las adaptaciones de los seres vivos, y que aunque todavía no comprendamos con suficiente detalle cómo han podido formarse determinados órganos complejos, no es razonable invocar como causa próxima ningún tipo de diseño inteligente previo. Por otra parte, la vida tiene una unidad profunda, que hace estrictamente cierta la afirmación de Giussani de que la unidad es la primera característica de lo vivo. Esta unidad, manifestada a un nivel primordial en que todos los seres vivos compartimos el mismo código genético, marca una continuidad que impone límites a lo que la selección puede y no puede hacer. Para hacernos una idea, es como si el primitivo planeador de los hermanos Wright hubiera tenido que convertirse en todos los tipos de aviones modernos, pero sin dejar nunca de volar. Siendo así las cosas, no es de extrañar que la vida esté siempre condicionada por las vicisitudes contingentes de su propia historia, de forma similar a como el mundo sería hoy muy distinto si Cristóbal Colón no hubiese descubierto América. Además, esa historia está jalonada de cambios drásticos en las condiciones ambientales que resultan totalmente impredecibles. Este tipo de cambios, de los que son ejemplo los movimientos de los continentes que determinaron la aparición en África Oriental de las sabanas de clima seco en las que evolucionaron los primeros homínidos, o el impacto del meteorito que acabó con los dinosaurios a finales del Cretácico, determinan qué actores intervienen en cada acto del drama de la vida, limitando el papel de la selección a dirigir lo que sucede dentro de cada acto. En definitiva: cuanto más sabemos acerca de la evolución, más conscientes somos de lo extraordinario que resulta que cada uno de nosotros estemos aquí como ese nivel de la naturaleza en el que, utilizando una expresión de Giussani, el cosmos entero adquiere autoconciencia y se hace capaz de decir “yo”. Esta novedad es tan radical que alguien tan poco sospechoso de antropocentrismo como Jacques Monod afirma en su célebre ensayo sobre El azar y la necesidad que las probabilidades a priori de que apareciesen la vida o el hombre eran casi nulas.
Pues bien: en este punto, si intento ser fiel a los datos de la experiencia y avanzar de forma razonable, o sea sin censurar la exigencia de significado que pone en marcha el dinamismo de mi razón, no puedo dejar de preguntarme cómo es posible haber recorrido con éxito las innumerables e improbables etapas que han conducido desde el mundo inanimado hasta mi propia existencia. Sin embargo, es obvio que la respuesta a esta pregunta no depende de una mejor comprensión de los mecanismos genéticos, ontogenéticos o ecológicos del cambio evolutivo, sino que requiere un cambio de método. Debo por tanto admitir que, como afirma Giussani, la realidad contiene datos cuya interpretación requiere el concurso de otros métodos distintos del científico. Hasta tal punto esto es así que el avance de la ciencia se basa en el hecho de que unos empiezan a partir de lo que otros han descubierto, precisamente porque confían en su testimonio. Este conocimiento mediado por testigos no se basa en la demostración directa, sino en el método de la certeza moral, que me permite alcanzar una intuición sintética de la verdad como el único modo razonable de explicar la convergencia ante mí de determinados signos o indicios, como cuando decido si puedo o no fiarme de alguien. Pero, incluso frente a una multitud de signos, el brote de la certeza moral no está fijado mecánicamente y no está escrito en un algoritmo, sino que depende enteramente de ese punto misterioso que es mi libertad, en el que nadie puede ni podrá nunca sustituirme. Así, cuanto más conozco la naturaleza, más misteriosa me resulta, y más vinculada a la pregunta sobre el sentido de todo. Por lo que concierne a la evolución del cosmos y de la vida en la Tierra, cuanto más improbable resulta nuestra propia existencia, tanta más fuerza cobra la invitación a afirmar con certeza que en la fuente de nuestro ser no está la ciega casualidad que nos ha arrojado en el mar de la nada, sino una libertad que tiene los rasgos de un rostro amigo. Nadie ha expresado mejor esto que el entonces cardenal Ratzinger cuando escribía en 1969 que “la teoría de la evolución no anula la fe, ni tampoco la confirma. Pero la reta a comprenderse mejor a sí misma y a ayudar así al hombre a convertirse cada vez más en lo que está llamado a ser: una criatura capaz de decir Tú a Dios durante toda la eternidad”.
Lo último que quiero decir es que un concepto de razón como el que propone Giussani genera de forma natural una facilidad para las relaciones humanas y, en consecuencia, es extraordinariamente útil para la construcción de esta comunidad sui generis que es la Universidad. Pongo dos ejemplos. El primero es el de la exposición titulada “Una Tierra para el hombre” que organizamos hace un par de años algunos profesores de Universitas de distintas especialidades científicas y tecnológicas. Estudiar juntos y con un nutrido grupo de alumnos la extraordinaria combinación de circunstancias astronómicas, químicas, físicas y geológicas que han hecho posible la aparición de la vida en la Tierra nos permitió llevar a cabo un trabajo auténticamente interdisciplinar cuyo resultado más inmediato fue un gusto renovado por la propia disciplina y, a la vez, una mayor tensión a percibir los nexos que tiene lo que uno investiga con un horizonte más amplio que el de la propia especialidad. El segundo ejemplo es el de la relación con algunos profesores italianos discípulos de Giussani que han constituido una asociación orientada a promover la cultura científica y denominada Euresis en atención a la misma raíz griega de nuestra palabra eureka, que describe la sorpresa del descubrimiento. Con estos profesores he aprendido una forma de mirar la ciencia que llevo siempre en el rabillo del ojo por esa correspondencia inconfundible con las exigencias del propio corazón que uno experimenta en determinadas ocasiones y que es sencillo reconocer. En particular, debo a un astrofísico que se llama Marco Bersanelli la imagen más esclarecedora sobre el origen del hombre que he encontrado hasta hoy. Bersanelli parte de la experiencia común a todos nosotros de que hay algo en el hombre que supera su forma biológica, incluso si, en un cierto sentido, toda su vida se apoya en dicha forma o “coincide” con ella, igual que la Piedad de Miguel Ángel coincide con el bloque de mármol que la forma. Negar esa unidad irreductible reduciendo la naturaleza humana al plano biológico sería tan irracional como concluir que la Piedad de Miguel Ángel no es nada más que una piedra, y pretender averiguar mediante el estudio científico de los fósiles en qué momento se produjo la aparición de esa dimensión distinta de la material sería como tratar de definir en qué golpe de Miguel Ángel aquel mármol dejó de ser un simple bloque de piedra para convertirse en una obra de arte. Esta imagen resume lo que yo espero del conocimiento, científico o de cualquier otro tipo: comprender cada vez más la realidad sin perder un ápice del estupor ante el misterio que encierra, pues sólo esto puede responder, como dice Giussani, a las exigencias que mi corazón tiene ante la vida.